Gustavo Planche, modelo de críticos sabios, justos y francos, salió un día de París; viajó por Italia, vio mucha belleza por el mundo, pensó mucho, y cuando volvió a su patria, después de algunos años, encontró su pluma algo más blanda, su criterio más flexible; las medianías le arrancaban alabanzas que antes difícilmente concedía al gran ingenio. ¿Qué era aquello? ¿Por qué sonreía a todo Planche? ¿Qué optimismo bonachón era aquél? Aquella suavidad nueva era una triste y profunda ironía. El buen gusto luchaba en vano, la batalla estaba perdida; lo que él había dejado mal, lo encontraba, al volver, peor; la maraña de la necedad ambiente se iba complicando; la tontera literaria iba adquiriendo cierta patina que la hacía muy temible, tal vez respetable; el tiempo sancionaba el absurdo poco a poco, y le iba dando, a su modo, la razón; la lucha, que era antes ya una temeridad, se convertía en vehemente locura. El crítico abdicó en si su desesperación latente se escondió entre las benevolencia. «Todo estaba bien; por lo menos, regular». El profundo desprecio que había en los elogios de Planche, lo veían pocos; tal cual autor la vanidad o el orgullo convertían en lince a fuerza de suspicacia
Pero esto pudo hacerlo Gustavo Planche porque vivía en París, donde las letras jamás llegaron a caer en manos de los rematadamente tontos. Engañar al público alabando a ciertas medianías francesas, es posible. No cabe la misma comedia tratándose de nuestras nulidades españolas. Y la nulidad lo invade todo. El verdadero ingenio la estorba, y le acoquina; se habla en voz baja y hasta se conspira en los periódicos en nombre de una democracia absurda: la democracia del ingenio; se quiere abrir el templo de la gloria al cuarto estado del talento; muchos políticos, que tienen en el alma la hiel de desengaños literarios, ayudan al literato impotente que aún no oculta sus desencantos; a todos éstos se juntan cien genios de un día, que echan de menos la aureola de talco que arrancó de su cabeza un papirotazo de la crítica, y entre todos son ya una multitud con su tolle tolle formidable; el número los hace cosa seria, como una nube de langosta. Se aplasta cien majaderos de pluma, y nacen mil; parece que cada tontería que se publica puebla el aire de larvas de idiotas. Todos los Mrs. Jourdain de España se han hecho cargo de que hace muchos años que están hablando en prosa. Estamos perdidos. -Los hombres de Estado, los pocos que hay, no toman en serio esto; no ven que la decadencia de España tiene sus más tristes señales, las más expresivas también, en este marasmo de la imaginación, en este terrible síntoma de la ataxia del gusto. Los hombres de ingenio, callan, se esconden, viven solitarios; parece que son una raza que va a desaparecer; el aire ya no va siendo respirable más que para los otros. La falta de respeto está en la atmósfera
Insistir en la crítica, parece empeño vano. Los maestros dan el ejemplo de encogerse de hombros
Valera calla, con pretexto de su ausencia; su aticismo no le permite tomar las actitudes románticas que en España necesita la crítica, si quiere seguir luchando. El vocativo que Valera suple cuando habla a la multitud, es este: ¡Oh, atenienses! El atavismo visigótico que hoy nos domina (¡¡nos domina!!) no puede tolerarlo el autor de Asclepigenia. No sólo se desoye su consejo, sino que se desprecia sus obras; sí, se las desprecia con el desprecio que más duele: con el de no entenderlas