Prólogo Muchos son los sabios de diferentes siglos y naciones que han aspirado al renombre de Fabulistas; pero muy pocos los que han hecho esta carrera felizmente. Este conocimiento debiera haberme retraído del arduo empeño e meterme a contar fábulas en verso castellano. Así hubiera sido: pero permítame el público protestar con sinceridad en mi abono, que, en esta empresa no ha tenido parte mi elección. Es puramente obra de mi pronta obediencia debida a una persona en quien respeto unidas las calidades de tío, maestro, y jefe.
En efecto: el Director de la Real Sociedad Vascongada mirando la educación como a basa en que estriba la felicidad pública emplea la mayor parte de su celo patriótico en el cuidado de proporcionar a los jóvenes alumnos del Real Seminario Vascongado cuanto conduce a su instrucción y siendo por decirlo así el primer pasto con que se debe nutrir el espíritu de los niños las máximas morales disfrazadas en el agradable artificio de la fábula; me destinó a poner una colección de ellas en verso castellano, con el objeto de que recibiesen esta enseñanza ya que no mamándola con la leche, según deseó Platón a lo menos antes de llegar a estado de poder entender el latín.
Desde luego dí principio a mi obrilla. Apenas pillaban los jóvenes seminaristas alguno de mis primeros ensayos, cuando los leían y estudiaban a porfía con indecible placer y facilidad; mostrando en esto el deleite que les causa un cuentecillo adornado con la dulzura y armonía poética, y libre para ellos de las espinas de la traducción, que tan desagradablemente les punzan en los principios de su enseñanza.
Aunque esta primera prueba me asegura en parte de la utilidad de mi empresa, que es la verdadera recomendación de un escrito, no se contenta con ella mi amor proprio. Siguiendo éste su ambiciosa condición desea que respectivamente logren mis Fábulas igual acogida que en los niños en los mayores, y aun si es posible entre los doctos: pero a la verdad esto no es tan fácil. Las espinas que dejan de encontrar en ellas los niños, las hallarán los que no lo son en los repetidos defectos de la obra. Quizá no parecerán estos tan de marca, dando aquí una breve noticia del método que he observado en la ejecución de mi asunto y de las razones que he tenido para seguirle.
Después de haber repasado los preceptos de la fábula, formé mi pequeña Librería de Fabulistas: examiné, comparé y elegí para mis modelos, entre todos ellos, después de Esopo, a Fedro y a La Fontaine: no tardé en hallar mi desengaño. El primero más para admirado que para seguido, tuve que abandonarlo a los primeros pasos. Si la unión de la elegancia y laconismo sólo está concedida a este poeta en este género, ¿cómo podrá aspirará a ella quien escribe en lengua castellana y palpa los grados que a esta le faltan para igualar a la latina en concisión y energía? Este conocimiento en que me aseguró más y más la práctica, me obligó a separarme de Fedro.
Empecé a aprovecharme del segundo (como se deja ver en las fábulas de La cigarra y la hormiga; El cuervo y el zorro, y alguna otra); pero reconocí que no podía sin ridiculizarme trasladar a mis versos aquellas delicadas nuevas gracias, y sales, que tan fácil y naturalmente derrama este ingenioso fabulista en su narración.
No obstante en el estudio que hice de este autor, hallé no solamente que la mayor parte de sus argumentos son tomados Locmano, Esopo, y otros de los antiguos, sino que no tuvo reparo en entregarse a seguir su