El día era diáfano. El suave gorgojeo de los pájaros anunciaba la primavera, 19 de marzo, la fiesta de San José. Me vinieron recuerdos de mi infancia, buenos y malos, tristes en general. El santo de mi padre y de mi hermano ¡qué lejano todo eso! Eran muchos los años que llevaba fuera de España y ya no me consideraba de ningún sitio, sólo las situaciones hacían que dominara un país u otro. Sin embargo, las vivencias de mi niñez y de mi adolescencia seguían ordenando mi vida, a mi pesar y en los momentos más inesperados. La fiesta de San José aquí no se celebraba, y aunque se hubiera hecho los días festivos eran diferentes, me parecían huecos. Las calles del barrio medio dormidas y los transeuntes, vestidos como si fueran al gimnasio, con los pantalones colgando, iban o venían de la compra o salían a comprar el pan. No me gustaban los domingos y menos por la mañana. Seguía añorando la salida de misa, el paseo por el barrio seguido del aperitivo con ese aire de fiesta bien trajeado. Era algo a lo que nunca podría acostumbrarme. Alejando mis pensamientos, me levanté y abrí la ventana dejando entrar ese anuncio de vida y alegría que insistían en enviarme. Al verlos revolotear a través del cielo tan azul y sentir ese airecito fresco y cargado de aromas, que esos sí eran los mismos aquí que allí, me sorprendió revivir y llenarme de energía, era primavera, era San José y para mí era un día de fiesta. Desayuné con apetito; las tostadas estaban a punto, el café, no demasíado fuerte, humeante y oloroso y mi zumo de naranja tan dulce y sabroso era toda una delicia. Me sentía contenta.