Yo hubiera sido un hombre común y no estaría contando esta historia, de no ser por la aparición en mi vida de Roberto Altamirano Droessler. Aún pienso en todo lo que logró perturbarme. Nací una fría madrugada en febrero de mil novecientos sesenta y dos. Tengo cuarenta y cuatro años. Mis amigos me definen como un "acuariano" típico, quizás por esa razón a pesar de caminar literalmente sobre mis pies, muchas veces estoy en el aire en espera de una conjunción de astros que me catapulten a lo desconocido. En la familia no se conocía a ningún enfermo mental hasta que mi abuela se volvió loca, motivo por el que visitó a numerosos psiquiatras. Uno de ellos le recetó un nieto. Así entré en este mundo, curando, antes de saber siquiera que iba a ser médico. Por cuentos de la persona más carismática que he conocido en la vida, mi madre, supe que mi nacimiento y los hechos que acontecieron a su alrededor tampoco fueron apacibles. Mi papá y el resto de la familia esperaban por mí en un recinto contiguo al salón de partos, donde existían dos cigüeñas, una rosada y otra azul, las que se encendían indistintamente de acuerdo al sexo del niño. Si era hembra lo hacía la rosada, si era varón la azul.