Yamila, Mohamed y Latif jugaban al pie de la gran pirámide de Keops y observaban con gran curiosidad como los camellos se levantaban, desequilibrando sus dos gibas, y movían su cabeza de intelectual dando la impresión de que habían perdido sus gafas y las buscaban en la lejanía.
Yamila era una niña de seis años que había nacido en uno de los barrios viejos de El Cairo y que, siempre que tenía unas piastras (moneda egipcia) cogía uno de los abarrotados autobuses que salían de la céntrica plaza de ´Medan Taharir´ y, tras un recorrido de unos cinco kilómetros, llegaba a las pirámides, donde vivían sus amigos Latif y Mohamed, hijos de camelleros.
Los tres conocían los túneles secretos que había debajo de La Esfinge y allí, donde tenían que entrar con velas, escondían sus tesoros: reproducciones en barro de momias de faraones, escarabajos de alabastro, piedras de colores raros que habían encontrado en las orillas del Nilo y muchos otros objetos que para ellos tenían poderes mágicos.
El mayor de los tres era Latif y desde que nació había sido alimentado con leche de camella y dátiles, por lo que esos eran sus manjares favoritos. Tenía ocho años y quería ser domador de caballos, idea que le persiguió desde que un día vio galopar a la velocidad del rayo a un hermoso alazán entre las suaves dunas del desierto cercano a su casa.
Mohamed, también hijo de camellero, deseaba vivir en El Cairo y trabajar como guía turístico, pues le habían dicho que esa era una lucrativa profesión. Tenía siete años y ya pensaba en tener un buen trabajo para ayudar a sus padres en la vejez.