Dos enormes montañas dominaban el valle, y en sus laderas crecían bosques de árboles. El conjunto era de una grandiosidad y belleza increíbles. Su clima y la riqueza de sus recursos ofrecían todo lo necesario para la supervivencia, por lo que sus residentes lo llamaban Valle Feliz.
La tranquilidad de este paraíso, sólo rota por el murmullo sordo y suave del agua de los riachuelos, el piar de los pájaros y el cantar de alguno de sus habitantes, se vio alterada un día por el sonido de una campana que tocaba a rebato. Era la campana del pueblo de Nacimiento del Arroyo. La alarma, que se difundió rápidamente hasta las casas más alejadas, era el toque de llamada para convocar a los residentes del valle. En ese momento, el sol desaparecía, y en el cielo brillaba un luminoso violeta que hacía que las sombras de la noche se deslizaran sigilosamente entre las casas. Mientras la oscuridad se cernía sobre el pueblo, su plaza iba siendo ocupada, poco a poco, por sus vecinos y los habitantes de los alrededores.
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