Tendido en el diván, envuelto en la caricia blanda del pijama, satisfecho de sus horas de trabajo y con una felicidad en el corazón, que de tanta, de tanta, casi le dolía..., esperaba y perdía el pensamiento y la mirada hacia el fondo de etérea inmensidad, que, cortado por las góticas torres blancas y rojas de San Pablo, el cielo abría sobre el Retiro. Las nubes, las torres, la frondas, teñíanse a través de las vidrieras del hall en palidísimos gualdas y rosas y amatistas.
Entró Clotilde, la doncellita de pies menudos, de alba cofia, de pelo de ébano. Traía el servicio del té, y se puso en la mesita a disponerlo, avisando que ya llegaba la señora.
-¿Y la niña?
-Vestida, señor. Va a venir. Va a salir.
Un gorjeo de risas, inmediatamente, anunció a Inesina..., precediéndola en el correr mimoso que la dejó colgada al cuello de su padre. Jane, la linda institutriz, quedó digna en la puerta.
Pero la niña, espléndida beldad de cinco años, angélica coqueta a gran primor engalanada, huyó pronto los besos locos con que Eliseo desordenábala los bucles, los lazos y flores de la toca.
-¡Tonto!... ¡Que me chafas!
-¡Oh! ¡Madame!
Sí; él, impetuoso adorador de la belleza, besando y abrazando a la divina criaturita había pensado muchas veces que puede haber en las caricias a los niños, paralelamente con la gran voluptuosidad sexual de la pasión a las mujeres, y ennobleciéndola, explicándola de antemano por todas las inocencias de la vida, una purísima y tan otra voluptuosidad de los sentidos, capaz de enajenarlos en los mismos raptos de embriaguez.
¡Inesina! ¡Trasunto de su madre! ¡Cómo iba desde chica impregnándola el amor a lo gentil!
Otro beso, aún, del ángel.... en una previsora y versallesca inclinación de minué..., y la deliciosa coquetuela dejó surgir a la ingenua glotoncilla, llena de fuerza y de salud, que la hizo coger y aplicarse a devorar el más grande pastel de la bandeja.
Sonaron pasos y sedas leves, fuera, y Elíseo compuso su actitud. Bajó los pies del mueble. Exquisitamente respetuoso con su Libia, tratábala con las cortesías que una reina pudiese merecerle.
-¡Hola! -saludó Libia, entrando y dejándole ver en la sonrisa el triunfo de glorias de su boca.
-¡Hola! -sonrió Eliseo.
Avanzó ella, con el ritmo de su larga elegancia desmayada, y se sentó. Espectro ideal de una ilusión de maravilla. Al marido, al poeta, al inmensamente enamorado, causábale la impresión de que su Libia no pesaba, no pisaba en las alfombras; de que se deslizaba siempre silenciosa y ondulante, tal que las mujeres de niebla que cruzan los ensueños.
¿Iría a ser tan bella, podría ser, podría llegar a ser tan diáfanamente bella la hija de los dos?... La niña heredaba de la madre la rubia palidez; de él, la corpulencia. Él, desde algún tiempo atrás, iba engrosando, más que demás, un poco.... y esto le inquietaba. Aunque, ¡no, lo justo, únicamente, para proclamar la estética euritmia de una vida satisfecha en un hombre de treinta años!...
Inesina, embelesándolos en un cambio granuja de sonrisas, comía y tenía, al fin, en cada mano un pastel.
¡Qué mala es! -lanzó Libia.