Entre los numerosos protegidos del favorito Concini, uno de los que menos llamaron la atención, a pesar de ser de los más notables, por su ingenio, su cultura y la distinción de sus maneras, fue don Antonio de Alvimar, un español de origen italiano, que se firmaba Sciarra de Alvimar. Era realmente un lindo caballero, que por su rostro no representaba más de veinte años, aunque en aquella época declarase tener treinta. Más bien bajo que alto, robusto sin parecerlo, ágil en todos los ejercicios, tenía que interesar a las mujeres por el brillo de sus ojos vivos y penetrantes y por el encanto de su conversación, tan frívola y amena con las bellas damas, como nutrida y llena de enjundia con los hombres serios; hablaba, casi sin acento, los principales idiomas europeos, y no estaba menos enterado de las lenguas antiguas.
A pesar de todos estos aparentes méritos, Sciarra de Alvimar no tramó, entre las numerosas intrigas de la corte de la regente, ninguna intriga personal; al menos, las que pudo soñar no se realizaron. Más tarde, y en confidencia íntima, declaró que hubiera deseado conquistar nada menos que a María de Médicis y reemplazar en los favores de esta reina a su propio señor y protector, el mariscal de Ancre.
Pero la balorda -como la llamaba Leonora Galigai- no prestó la menor atención al joven español, y no vio en él más que un insignificante oficial de fortuna, un subalterno sin porvenir. ¿Diose cuenta, al menos, de la pasión real o fingida del señor de Alvimar? La historia no lo dice, y el mismo Alvimar no lo supo nunca.
No es aventurado suponer que aquel hombre hubiera podido gustar, por su gracia y por los encantos de su persona, en el caso de que Concini no hubiera ocupado los pensamientos de la regente. Concini había partido de más bajo y no poseía la mitad de su inteligencia. Pero Alvimar llevaba en sí un obstáculo para alcanzar la elevada fortuna de los cortesanos, un obstáculo que su ambición no lograba vencer.
Era un católico exaltado y tenía todos los defectos de los malos católicos de la España de Felipe II. Era desconfiado, inquieto, vengativo, implacable; sin embargo, poseía la fe; pero era una fe sin amor y sin luz, una creencia falseada por los odios y las pasiones de una política que se identificaba con la religión, «para disgusto de un Dios bueno e indulgente, cuyo reino es menos de este mundo que del otro». Si comprendemos bien el pensamiento de un autor contemporáneo de esta historia, al cual consultamos de vez en cuando, esto se refiere al Dios cuyas conquistas deben hacerse en el mundo moral, por la caridad, y no en el mundo físico, por la violencia.
No sabemos si Francia no hubiera sufrido un poco el régimen de la Inquisición en el caso de que el señor de Alvimar se hubiera apoderado del corazón y del espíritu de la regente; pero no ocurrió tal cosa, y Concini, cuyo crimen fue el no haber nacido bastante gran señor para tener derecho a robar y a saquear tanto como un verdadero gran señor de aquellos tiempos, siguió siendo hasta su trágica muerte el árbitro de la política indecisa y venal de la regente.
Después del asesinato del mariscal de Ancre, Alvimar, que se había comprometido gravemente sirviéndole en el asunto del Sargento de París, se vio obligado a desaparecer, para no verse envuelto en el proceso de la Leonora.
Bien hubiera querido introducirse poco a poco en el servicio del nuevo favorito, el favorito del rey, monsieur De Luynes; pero no supo arreglárselas para ello. Aunque no era más escrupuloso «que cualquier cortesano de su tiempo», comprendió que no se podría doblegar a los usos de la política regia, que quería y debía hacer grandes concesiones a los calvinistas, siempre que pudiera esperarse con ello comprar la sumisión de los príncipes que explotaban la religión de los reformados para la conveniencia de su ambición.