Capítulo Primero
Curioso diálogo entre un fraile y un ateo en el año de 1804
I
El padre Jerónimo de Matamala, uno de los frailes más discretos del convento de franciscanos de Ocaña, hombre de genio festivo y arregladas costumbres, dejó la esculpida y lustrosa silla del coro en el momento en que se acababa el rezo de la tarde, y muy de prisa se dirigió a la portería, donde le aguardaba una persona, que había mostrado grandes deseos de verlo y hablarle.
Poco antes un lego, que desempeñaba en aquella casa oficios nada espirituales, había trabado una viva contienda con el visitante. Empeñábase éste en ver al padre Matamala, contrariando las prescripciones litúrgicas que a aquella hora exigían su presencia en el coro; se esforzaba el lego en probar que tal pretensión era contraria a la letra y espíritu de los sagrados cánones, y oponía la inquebrantable fórmula del terrible non possumos a las súplicas del forastero, el cual, fatigado y con muestras de gran desaliento, se apoyaba en el marco de la puerta. Hablaba con descompuestos ademanes y alterada voz; contestábale el otro con rudeza, orgulloso de ejercer autoridad aunque no pasara de la entrada; y el diálogo iba ya a tomar proporciones de altercado, tal vez la cuestión estaba próxima a descender de las altas regiones de la discusión para expresarse en hechos, cuando apareció fray Jerónimo de Matamala, y abriendo los brazos en presencia del desconocido, exclamó con muestras de alborozo:
-¡Martín, querido Martín, tú por aquí! ¿Cuándo has llegado?... ¿De dónde vienes?
Contestole con frases afectuosas el viajero, y ambos entraron. Al avanzar por el claustro pudo el lego notar que hablaban con mucho calor; que el visitante no había dejado de ser displicente; que continuaba con el mismo aspecto de hastío y desdén, y que el padre Matamala se mostraba en extremo cariñoso y solícito con él.
El forastero (conviene darle a conocer antes que refiramos, textualmente, como es nuestro propósito, el acalorado diálogo que ambos personajes sostuvieron en la huerta del convento) era un joven llamado Martín Martínez Muriel; y no será aventurado asegurar que intervendrá con frecuencia en la mayor parte de los hechos de esta puntual historia. Había nacido en un pueblo de la áspera y fragosa sierra que se extiende en el centro de la Península, y de la cual, con las corrientes de los ríos y las ramificaciones de las montañas, parece emanar y difundirse por todo el suelo el genio de las dos Castillas. A la edad en que lo conocemos (no podemos afirmar que hubiera llegado a los treinta años; pero, a juzgar por su fisonomía, no necesitaba largas jornadas para llegar a ellos), había tenido una vida tan borrascosa, eran tantas y tan prodigiosas sus aventuras, que refiriéndolas llenaríamos este volumen. Algunas, sin embargo, hemos de sacar del olvido en que yacen a causa de los desdenes de la Historia.
Hijo de un hombre cuya vida fue serie no interrumpida de desventuras, aquel joven las compartió todas por una excesiva severidad del destino de su familia. Fueron sus primeros años agitados y tristes, porque de la casa habían huido las alegrías mucho tiempo antes; y siendo niño tuvo que hacer esfuerzos de hombre y de héroe para sobrellevar la vida. Semejante escuela no podía menos de robustecer su voluntad para lo sucesivo, dándole una iniciativa de que carecen los que no conocen las enseñanzas de la contrariedad. Adquirió un valor moral que rara vez nace y crece en el teatro de la dicha, y al mismo tiempo todos sus actos, lo mismo que su lenguaje y modales, adquirieron un sello de seriedad algo torva, favoreciendo en él el ejercicio de una cualidad innata de su espíritu, que en los desahogos íntimos de su ambición sintetizaba esta palabra: mandar.
Muriel había nacido para mandar, para dirigir, para legislar, y como el Destino no puso en su mano las riendas de un Estado, ni la disciplina de un ejército, ni la soberanía de un pueblo, ofreció su vida toda una contradicción misteriosa, aunque no muy rara vez en esta edad. Los enigmas indescifrables que a veces presentan a nuestra observación ciertos caracteres que hallamos en la jornada de la existencia, proceden de una contradicción horrorosa entre la aptitud y la vida. No se explican de otro modo algunas catástrofes individuales anatematizadas por el Derecho y la Religión, y ante las cuales, absortos y conmovidos, no nos atrevemos a dar nuestro fallo. Luchando con el tiempo y las circunstancias, los caracteres se ven en singularísimos trances que los trastornan profundamente.
Volvamos a su vida. Su padre, hijo de labradores, no había podido nunca substraerse a los golpes de una suerte adversa. Había heredado una escasa fortuna territorial; pero ni sacó de ella gran provecho ni pudo enajenarla, por estar afecta a un señorío. Era hombre emprendedor, se sentía con facultades no comunes para el comercio, y al fin, dominado por la idea de su engrandecimiento pecuniario, idea en que la avaricia tenía parte muy pequeña, abandonó el suelo nativo, traspasando sus inmuebles a otro colono, y se marchó a Andalucía. Allí casó con la hija de un comerciante en situación nada próspera; entró en el comercio con fe; pero sus primeros pasos en una carrera en que el éxito parece depender de misteriosa y voluble deidad, fueron fatales. Regresó a Castilla, administró las fincas de un caballero segoviano que le pagó cruelmente, y esto, lejos de sacarlo de apuros, aumentó el catálogo de sus desgracias; porque su probidad se puso en duda, y hubo proceso, del cual salió con honor, aunque dejando sus ahorros en las garras de los leguleyos.
Deseoso nuevamente de probar fortuna en el comercio, volvió a Andalucía, dejando a su familia en Castilla: se embarcó para América y volvió a los tres años con muy escasas ganancias. Seis años de una prosperidad trabajosa, en que los reveses fueron pocos y ligeros, dieron algún desahogo a la familia Muriel, que vivía ya sin ilusiones. Pero de pronto un suceso doloroso vino a perturbarla de nuevo: la esposa, carácter firmísimo y tierno que había logrado aplacar el funesto ardor aventurero de Muriel, murió joven aún, dejando dos hijos de muy diferente edad: el uno nacido en los primeros años de matrimonio, y el otro en el último, poco antes de que la noble alma de la que le dio el ser saliera de este mundo. Desde entonces las desdichas no conocieron obstáculo ni dique: desbordáronse sobre la familia, produciendo, como primer triste resultado, la separación voluntaria del padre y el hijo más viejo. Pusiéronle pleito los parientes de la difunta, y aunque no vieron resuelta la cuestión, ni creemos que se haya resuelto todavía, perdieron cuanto tenían, siendo preciso que cada cual se buscase la vida como Dios mejor le diera a entender.
Fue D. Pablo a Granada, donde a fuerza de recomendaciones logró administrar las grandes fincas del conde de Cerezuelo, y encargarse al mismo tiempo de activar un pleito que este noble señor tenía en la Cancillería de aquella ciudad. Pero los pleitos marchaban entonces con más embarazo que ahora y se embrollaban con más facilidad. No fue lo peor la dilación ni el embrollo, sino que unos amigos oficiosos de Cerezuelo, administradores a quienes Muriel había substituido, se dieron tal arte, que hicieron aparecer a éste como falsificador de un documento, acusándole además de haber desfigurado otro en extremo favorable a los derechos de su protector. Muriel fue exonerado de sus poderes administrativos y encerrado en la cárcel; este nuevo proceso tenía todo el horror de lo criminal sin carecer de las complicaciones dilatorias de la justicia civil. Era una muerte lenta, una inquisición, que no mataba, pero que deshonraba con calma, con método, digámoslo así, día por día; escribiendo una infamia en cada hoja de un protocolo interminable; añadiendo en cada hora una sospecha, una declaración capciosa, un testimonio falso al catálogo de vergüenzas arrojadas sobre la frente del hombre justo; quitándole una a una todas las simpatías, todos los afectos, desde la amistad más decidida hasta la compasión más desdeñosa, dejándole al fin en espantosa soledad física y moral, sin más mundo que la cárcel para el cuerpo y su conciencia para el espíritu. La suerte de aquel hombre íntegro, que no tenía más defecto que carecer de sentido práctico y ser inclinado a dejarse arrastrar por la imaginación, había empleado en su daño todos los sinsabores de la vida. No lo faltaba más que la deshonra, y ésta fue el triste epílogo de sus desventuras.