Desde la civilización griega a los indicios del romanticismo en la modernidad, la fascinación por el cuerpo humano, el descubrimiento del otro, la ensoñación por la arcadia perdida y el valor de los paisajes cotidianos has aspirado a desarrollarse como estadios de realización estética. Durante siglos, se ha ido produciendo una asombrosa conformación de imaginarios que traducen ese lado utópico de toda vocación artística frente al reverso destructivo de la propia dinámica de agresividad total sobre el globo terráqueo que han conllevado las guerras. A decir verdad, tal como sucedía desde los egipcios, la secuencia de reproducción de la vida entre jeroglíficos suponía un proceso de individualidad que concretaba la cercanía entre la frontera de lo humano y lo divino. Y el arte, en el transcurso de sus flujos históricos ha tenido en todos los puntos cardinales del planeta un papel fundamental para entender la esencia de cada episodio vital.