PRÓLOGO
Se llama promulgar las leyes a imprimirlas en un papel o en un libro, donde las estudian los que han de aplicarlas, donde no las leen ni las oyen leer aquellos a quienes han de ser aplicadas.
Debería formar parte de la educación el conocimiento del Código penal, principalmente para aquellas clases que están más expuestas a infringirle. El sacerdote y el maestro, al mismo tiempo que el precepto divino, debían de enseñar la ley humana, su necesidad, su moralidad y los males a que se exponen los contraventores. Hay conciencias, por decirlo así, bosquejadas, que necesitan, para determinarse bien, recibir el reflejo de la conciencia general, mirar el deber en artículos escritos, escuchar uno y otro día su explicación, y fortificar el sentimiento con la autoridad: hay propensiones al mal que no se detienen ante la idea de un castigo después de la muerte, que tal vez se burlan de él, y a quienes es preciso hablar en nombra del interés y del egoísmo, dirigiéndose a la razón al mismo tiempo que a la conciencia, mostrándoles el poder de la ley a la par que su necesidad y su justicia, y las tristes consecuencias de no respetarla.
Es grande la influencia que tienen en la conducta de toda la vida las verdades que se aprenden bien al principio de ella. Antes que las pasiones turben el alma, es fácil imprimirle los grandes principios morales, el respeto a la ley, el saludable temor a las penas con que amenaza. Como en la virtud entra por mucho el hábito, ¡cuánto no debe importar adquirir desde la infancia el de reprobar las cosas ilícitas, el de tenerlas por culpables y peligrosas! ¡Cuánta fuerza necesita el hombre para atropellar lo que desde niño se acostumbró a mirar como sagrado! Si esta convicción, si este hábito no le aparta de la culpa todas las veces, siempre le facilita el arrepentimiento, siempre le allana el camino para volver a la virtud.
Los que no han tenido ocasión de estudiar a los criminales, no pueden imaginar la especie de caos moral que en muchos hace veces de conciencia; la idea extraña que tienen de sus derechos, de sus deberes, de la justicia; los errores que por verdades reciben, y cómo sólo ven en la ley y en la peña un poder enemigo más fuerte que ellos y que, por lo tanto, los sujeta y los oprime. Instruyendo a los niños debería evitarse que los hombres llegasen a este estado; pero en los males del alma, como en los del cuerpo, se tiene en más la terapéutica que la higiene, se da más importancia a la receta que pretende curar una enfermedad que al precepto que la hubiera evitado, y menos difícil nos parece que se lea la explicación del Código penal en las cárceles y en los presidios que en las escuelas: por eso no hemos escrito estas cartas para los niños.
¿Y en las prisiones podrán ser de alguna utilidad? ¿Los hombres y las mujeres que en ellas se encierran quieren escuchar, pueden comprender lo que les decimos, y caso de que nos escuchen y nos comprendan, podrán o querrán corregirse y enmendarse? Sobre esto hay diferentes opiniones. La nuestra es que los criminales son personas y no son cosas. Que los criminales escuchan al que les habla inspirado por el deseo de su bien. Que los criminales comprenden al que con caridad les explica. Que los criminales, salvo algunas excepciones, no son monstruos fuera de todas las leyes morales, a quienes es imposible aplicar ninguna regla, sino dolientes del alma, en los que, como los del cuerpo, salvo el órgano u órganos enfermos, los demás funcionan con regularidad y conforme a las leyes establecidas por Dios para todos los seres. El que no es capaz de verter sangre, comprende toda la criminalidad del homicida; el que ha matado, si no es dado a robar, rechaza indignado el título de ladrón, aprecia perfectamente la fealdad de este delito; y así los demás. Las reglas de la moral son aplicables en una prisión, como las de higiene en un hospital; y por las mismas razones, el criminal, salvo algunos casos raros, no está fuera de la humanidad creemos, por lo tanto, que se le puede hablar como a un hombre. Creemos que hay algunos criminales que pueden corregirse, y muchos que pueden modificarse, llegando, si no a ser buenos, a no hacer mal. Creemos que los criminales, en general, sufren la pena impuesta por una ley, cuya letra, cuyo espíritu y cuya moralidad desconocen. Creemos que la primera condición para que el castigo moralice es el convencimiento, por parte del que le sufre, de que es justo; y porque creemos todo esto, hemos escrito estas cartas. Sabemos el desdén con que serán recibidas por muchos prácticos, y prevemos la indiferencia del público, que desgraciadamente no se ocupa en España en estas cuestiones; pero al entrar en el mundo los hijos de nuestro entendimiento, como los de nuestras entrañas, debemos decirles: -Adiós, hijo mío; procura hacer bien, y mas que no hagas fortuna.
CARTA PRIMERA.
No suele pensar el preso que le compadece el que le visita. -Dificultad, pero no imposibilidad, de hacerle creer que hay quien se mueve por amor suyo. -Hay perversos, pero no lo son todos.-También en la prisión se comprende el deber y la justicia. -Parece que el penado quiere parecer peor de lo que es.-Asunto de la obra.
Hermanos míos: Sin duda os sorprenderá que os dé este nombre una persona que no pertenece a vuestra familia y a quien no conocéis siquiera, o porque no la habéis visto nunca, o porque la mirasteis pasar sin notarla, como tantas otras que a vuestro parecer llegan a la prisión por curiosidad para entretenerse un rato, o por fórmula y para poder decir oficialmente que han estado. Entre otros desdichados hábitos, tenéis el de juzgar mal y no pensar bien. ¡Cuántas veces os equivocaréis, y cuántas personas que acompañáis con sarcasmos o burlas salen conmovidas de tanto infortunio, y más impresionadas de vuestros dolores que de vuestros delitos; os compadecen desde el fondo de su alma, y buscan y quieren hallar algún medio de haceros mejores y menos desdichados! Personas hay que en sus regocijos recuerdan el ruido de vuestras cadenas; que en su libertad ven las paredes que os encierran; que en la santa complacencia de hacer una buena obra piensan en vuestros remordimientos; que en sus oraciones creen escuchar vuestras blasfemias, y lloran la miseria de vuestro cuerpo y de vuestra alma, y piden por vosotros a la sociedad que ofendisteis, al Dios que habéis olvidado.