PRÓLOGO
En la falda del Parnaso, bajo la sombra azulada y de vaporosa transparencia de los mirtos elegantes y de los esbeltos cedros que rodean la fuente Hipocrene, una embalsamada tarde primaveral, las Musas, hijas de Júpiter y de Mnemosina, descansaban, recostadas en actitud voluptuosamente modesta, sobre el pasto florido. Escuchaban los mil cuentos con que su divino maestro Apolo, después de la lección, las solía entretener.
Ese día, les contó que de países lejanos, separados de Grecia por una inmensidad de agua, y conocidos por el nombre de América, había llegado la noticia de existir una ciudad importante, comparable, según se aseguraba, por la refinada cultura de sus habitantes, por su amor a las bellas-artes, por el respeto y la admiración con que rodeaban a los artistas y a los poetas, a la misma Atenas, hija predilecta de los dioses. Y las Musas, entusiasmadas, pidieron a Apolo que las acompañase hasta dicha ciudad, donde los hombres, sin duda, les edificarían templos para remunerar sus lecciones y les dedicarían el culto que han sabido merecer en todo el orbe civilizado.
Montadas en el fabuloso caballo Pegaso, llegaron a la América del Sud, y admiraron la gran ciudad. Pero pronto vieron que Mercurio se les había adelantado; que todo, en ella, no era más que comercio, y que todo se vendía por dinero, menos justamente las obras de los artistas, que nadie quería comprar, por no comprender el valor que pudieran tener.
Los poetas andaban hambrientos y miserables, humildes y despreciados, por su misma pobreza, y al fin, avergonzados -aunque la vergüenza no hubiera debido ser de ellos-, cuando un mercader les preguntaba lo que les pagaban por sus versos, de tener que contestar siempre: «nada».
Muchos eran los que se daban por discípulos de Polimnia, musa de la elocuencia, pero confundían lastimosamente el mucho hablar con el bien decir; y en los templos dedicados a Talía, sólo eran aplaudidos actores venidos de comarcas lejanas, que en idiomas extranjeros, recitaban obras extranjeras.
Euterpe encontró que ya celebraban su culto muchos habitantes, por ser siempre y en todas partes, la afición a los suaves acordes de la música la primera manifestación del refinamiento de las poblaciones; y tampoco Terpsícore habría quedado desconforme, si no se hubiera exigido de sus sacerdotisas para concederles aplausos, que -apartándose de las reglas honestas del baile hierático que ella enseña- dejasen ver sus formas armoniosas algo más arriba de lo que requieren los movimientos acompasados de la danza sagrada.
Pero no se atrevió a hacer observaciones, pensando con razón que ya que en la nueva Atenas, más se buscaba la satisfacción de los apetitos materiales que la de necesidades artísticas apenas en embrión, le podría suceder lo que al poeta Lino, que murió de un lirazo en la cabeza, por haber reprochado a Hércules su pesadez en bailar.
Y todas las demás musas encontraron que si bien se les dedicaba algún culto, siempre era con alteraciones o deficiencias que demostraban incompleta educación; y Apolo prometió sugerir, como lo había hecho con Mecenas en Roma, a algunos hombres poderosos el noble orgullo de proteger eficazmente a los devotos del arte, dándoles siquiera el pan cotidiano y el estímulo tan poco costoso de los merecidos laureles.