Los recientes acontecimientos dentro de la Iglesia Católica han resultado claramente en una gran confusión, y si esta antigua estructura ya no puede sostenerse como un monolito en el cual cada parte componente habla «con una sola voz», cabe muy poca duda, sin embargo, de que las diversas facciones que pretenden la Catolicidad estarían de acuerdo en afirmar que algo va seriamente mal. Solo en América alrededor de 10.000 sacerdotes y de 35.000 monjas han abandonado sus vocaciones religiosas. Las anulaciones (a las cuales se refieren algunos como «divorcios católicos») se aproximan al nivel de 10.000 por año. La asistencia a la Misa dominical ha descendido por debajo del nivel del 50% y la confesión mensual por debajo del nivel del 17%. El sacerdocio no atrae ya a la juventud a sus filas y muchos seminarios han sido cerrados. Las conversiones que una vez se aproximaron al nivel de casi 200.000 al año en los Estados Unidos, están ahora virtualmente detenidas. Según el «Boystown Project» de la Universidad Católica de América, «cerca de siete millones de jóvenes provenientes de un ambiente católico ya no se identifican con la Iglesia» (National Catholic Register, 27 de marzo de 1977). Lo que es quizás de una importancia todavía mayor es que aquellos que continúan llamándose a sí mismos «católicos», no son en modo alguno unánimes en cuanto a lo que significa este término. Como lo ha señalado el Arzobispo Joseph L. Bernardine, presidente de la Conferencia Episcopal de EE.UU., «muchos se consideran a sí mismos buenos católicos, aún cuando sus creencias y sus prácticas parecen estar en conflicto con la enseñanza oficial de la Iglesia» (Time, 24 de mayo de 1976).