«Aquí descansan los restos mortales del ilustrísimo Michel Nostradamus, el único hombre digno, a juicio de todos los mortales, de escribir con pluma casi divina, bajo la influencia de los astros, el futuro del mundo.» Quien dictó estas breves líneas para que fueran grabadas en la grisácea piedra de una tumba pretendió encerrar en ellas toda la esencia de una vida que se consumió, de forma. desacostumbrada, entre la realidad y el mito, entre la fe en Dios y la hechicería, entre lo consciente y lo inconsciente.
Nostradamus fue médico y vidente, astrólogo y filósofo, matemático y alquimista. Este personaje ha sido objeto de estudio, de análisis y de una ininterrumpida búsqueda por parte de cuantos se han esforzado en descubrir su auténtica personalidad y sobre todo el secreto, mucho más apasionante, que se encierra en sus famosas profecías.
En honor a la verdad, la crítica racionalista niega la existencia de cualquier «secreto de Nostradamus», reduciendo su obra de clarividente a un mero producto de la alucinada imaginación de un loco, a una explosión de imágenes, fruto de una alquimia del pensamiento que puede cautivar, pero que no puede satisfacer razonable-mente a quienes la examinen.
Sin embargo, no se puede liquidar con una interpretación tan simplista al autor de las famosas Centurias; no se pueden despachar tan sencilla y cómodamente los 22 libros de las versiones proféticas de Michel de Nostredame, más conocido por el nombre latino que él mismo se había dado: Nostradamus.
Aun que todo el mundo haya oído hablar de él y su nombre se cite con frecuencia, ¿cuantos habrán leído, si-quiera por encima, su extraordinario conjunto de profecías? Un número muy reducido, sin que ello deba sorprender lo más mínimo.
Si los textos de Nostradamus pudieran ser interpretados de forma inmediata y precisa; si sus profecías en lugar de encubrirse en un lenguaje enimático estuviesen al alcance de todo el mundo, su obra sería el best-seller más grande de todos los tiempos. ¿Quién de nosotros renúnciaría a satisfacer la curiosidad de conocer su porvenir? ¿Quién prefiere ignorar lo que el destino reserva a los hombres? El empleo de un lenguaje esotérico en sus escritos se justifica porque, en el terreno de la profecía más que en cualquier otro campo, las verdades no son siempre agradables para quien las dice, ni halagadoras para quienes las escuchan.
Un elemental imperativo de humanidad exige que, en este sondear el destino del mundo, se actúe con prudencia y caridad, puesto que no deja de ser un bien, en la gran mayoría de los casos, que el significado preciso de una revelación profética no sea comprendido hasta que el acontecimiento predicho se haya cumplido. ¿Cómo actuaríamos con libertad si conociéramos ya nuestro futuro? De ahí la necesidad de emplear un lenguaje sibilino rico en neologismos creados por el autor, valiéndose de raíces latinas, griegas, españolas, celtas o provenzales. La obra se presenta como la yuxtaposición de expresiones herméticas para no condicionarnos en nuestro quehacer diario ante la perspectiva del futuro.
Nostradamus subraya la necesidad de tal hermetismo en una carte dirigida al rey de Francia Enrique II: «para conservar el secreto de estos acontecimientos, conviene emplear frases y palabras enigmáticas en sí mismas, aunque cada una responda a un significado concreto».
En otro escrito suyo, después de precisar que las revelaciones contenidas en sus profecías le fueron comunicadas «en el curso de continuas vigilias nocturnos», insiste sobre el origen cósmico y divino de sus visiones, «visiones que Dios me ha dado a conocer a través de una revolución cósmica».
Nostradamus se funda en uno de los postulados principales de la antigua doctrina astrológica, según la cual, todos los acontecimientos y fenómenos terrestres y, por tanto, la historia de la humanidad, están en relación con los movimientos cíclicos de los astros: «todo está regido y gobernado por el inestimable poder de Dios que se manifiesta no en medio de furores báquicos, sino en las relaciones astrológicas».