- I -
Las primeras claridades de un amanecer lento y pitañoso, como de Enero, colándose por claraboyas y tragaluces en el interior del que fue palacio de Gravelinas, iba despertando todas las cosas del sueño de la obscuridad, sacándolas, como quien dice, de la nada negra a la vida pictórica... En la armería, la luz matinal puso el primer toque de color en el plumaje de yelmos y morriones; modeló después con trazo firme los petos y espaldares, los brazales y coseletes, hasta encajar por entero las gallardísimas figuras, en quien no es difícil ver catadura de seres vivos, porque la costra de bruñido hierro, cuerpo es de persona monstruosa y terrorífica, y dentro de aquel vacío, ¡quién sabe si se esconde un alma!... Todo podría ser. Los de a caballo, embrazando la adarga, en actitud de torneo más que de guerra, tomaríanse por inmensos juguetes, que fueron solaz de la Historia cuando era niña... En alguno de los guerreros de a pie, cuando ya la luz del día determinaba por entero sus formas, podía observarse que los maniquíes vestidos del pesado traje de acero, se aburrían soberanamente, hartos ya de la inmovilidad que desencajaba sus músculos de cartón, y del plumero que les limpiaba la cara un sábado y otro, en miles de semanas. Las manos podridas, con algún dedo de menos, y los demás tiesos, no habrían podido sostener la lanza o el mandoble, si no se los ataran con un tosco bramante. En lo alto de aquel lindo museo, las banderas blancas con la cruz de San Andrés colgaban mustias, polvorosas, deshilachadas, recordando los tiempos felices en que ondeaban al aire, en las bizarras galeras del Tirreno y del Adriático.
Del riquísimo archivo se posesionó la claridad matutina en un abrir de ojos, o de ventanas. En la cavidad espaciosa, de elevado techo, fría como un panteón, y solitaria como templo de la sabiduría, rara vez entraba persona viviente, fuera del criado encargado de la limpieza, y de algún erudito escudriñador de rarezas bibliográficas. La estantería de alambradas puertas cubría toda la pared hasta la escocia, y por los huequecillos de la red metálica confusamente se distinguían lomos de pergamino, cantos de ceñidos legajos amarillentos, y formas diversas de papelorio rancio, que despedía olor de Historia. Al entrar la vigilante luz, retirábase cauteloso a su domicilio el ratón más trasnochador de aquellas soledades: contento y ahíto iba el muy tuno, seguido de toda la familia, pues entre padres, hijos, sobrinos y nietos, se habían cenado en amor y compaña una de las más interesantes cartas del Gran Capitán al Rey Católico, y parte de un curiosísimo Inventario de alhajas y cuadros pertenecientes al Virrey de Nápoles, D. Pedro Téllez Girón, el Grande de Osuna. Estos y otros escandalosos festines ocurrían por haberse muerto de cólico miserere el gato que allí campaba, y no haberse cuidado los señores de proveer la plaza, nombrando nuevo gato, o gobernador de aquellos oscuros reinos.
Los rasgados ventanales del archivo y armería daban a un patio, medianero entre aquellos y el cuerpo principal del palacio, el cual, por dormir en él mucha y diversa gente, tardó algo más en ser invadido por los resplandores del día. Pero al fin, la grande y suntuosa mansión revivió toda entera, y la quietud se trocó casi de súbito en movimiento, el silencio nocturno en mil rebullicios que de una y otra parte salían. El patio aquel comunicaba por un luengo pasadizo, que más bien parecía túnel, con el departamento de las cocheras y cuadras, que el último duque de Gravelinas, concienzudo sportman, había construido de nueva planta, con todos los refinamientos y perfiles del gusto inglés en estas graves materias. Por allí se iniciaron los primeros ruidos y desperezos del diario trajín, patadas de hombres y animales, el golpe de la pezuña suave y el chapoteo duro de los zuecos sobre los adoquines encharcados, voces, ternos y cantorios.
En el primer patio aparecieron multitud de criados, por diferentes puertas, mujeres que encendían braseros, chicos mocosos con bufanda al cuello y mendrugo en boca, que salían a dar el primer brinco del día sobre el empedrado, o sobre la hierba. Un hombre con cara episcopal, gorra de seda, pantuflas de orillo, chaleco de bayona y un gabán viejo sobre los hombros, llamaba a los rezagados, daba prisa a los perezosos, achuchones a los pequeñuelos, y a todos el ejemplo de su actividad y diligencia. Minutos después de su aparición, se le veía en una ventana baja, afeitándose con tanta presteza como esmero. Su rozagante cara resplandecía como un sol, cuando volvió a salir, después de bien lavado, para seguir dando órdenes con voz autoritaria y acento francés. Una mujer de lengua muy suelta y puro sonsonete andaluz, disputaba con él, ridiculizando sus prisas; pero al fin no tuvo más remedio de apencar, y allá sacó a tirones, de las sábanas, a un chicarrón muy guapo, y llevándole de una oreja, le hizo zambullir la jeta en agua fría, le lavó y enjugó muy bien. Después de peinarle con maternal esmero, le puso el plastrón lustroso y duro, y un corbatín blanco que le mantenía rígida la cabeza como el puño de un bastón.
Otro asomó con pipa en la boca, la mano izquierda metida en una bota de lacayo, cual si fuera un guante, y en la diestra un cepillo. Sin respeto al franchute, ni a la andaluza ni a los demás, empezó a vociferar colérico, gritando en medio del pasillo: «¡Cuajo... por vida del cuajo, y del recuajo, esto es una ladronera!... ¡Quisiera ver al cochino que me ha birlado mi betún!... ¡Le quitan a uno su betún, y la sangre, y el cuajo de las ternillas!». Nadie le hacía caso. Y en medio del patio, otro, con zuecos y mandil, chillaba furioso: «¿Quién ha cogido una de las esponjas de la cuadra? ¡Dios, que ésta es la de todos los días, y aquí no hay gobierno, ni ministración, ni orden público!».
-Toma tu esponja, mala sangre -gritó una voz mujeril desde una de las ventanas altas-, para que puedas lavarte la tiña.
Se la tiró desde arriba, y le dio en mitad de la cara con tanta fuerza, que si fuera piedra le habría deshecho las narices. Risas y chacota; y el maldito francés dando prisa con paternales insinuaciones. Ya se había endilgado, sobre la gruesa elástica, la camisola de pechera almidonada y brillante, disponiéndose a completar su atavío, no sin dirigir a pinches y marmitones advertencias muy del caso para desayunarse todos pronto y bien.
Los pasillos de aquel departamento convergían, por la parte opuesta al patio, en una gran cuadra o sala de tránsito, que de un lado daba paso a las cocinas, de otro a la estancia del planchado y arreglo de ropa. En el fondo, una ancha puerta, cubierta de pesado cortinón de fieltro, comunicaba con las extensas logias y cámaras de la morada ducal. En aquel espacioso recinto, que la servidumbre solía llamar el cuartón, una mujer encendía hornillas y anafes, otra braseros, y un criado, con mandil hasta los pies, ponía en ordenada línea varios pares de botas, que luego iba limpiando por riguroso turno.
«Pronto, pronto las del señor -díjole otro que presuroso entraba por la puerta del fondo-. Estas, tontín, las gruesas... Ya se ha levantado, y allá le tienes dando zancajos por el cuarto, y rezándole al demonio Padrenuestros y Biblias».
-¡Anda!, que espere -replicó el que limpiaba-. Se las pondré como el oro. No podrá él hacer lo mismo con la sarna que tiene en su alma.
-A callar -díjole un tercero, añadiendo a la palabra un amistoso puntapié.
-¿Qué comes? -preguntó el embetunador viendo que mascullaba.
-Pan y unas miserias de lengua trufada.
De la próxima cocina venía fuerte aroma de café. Allá acudieron uno tras otro, y el de las botas, con la mano izquierda metida en una, alargó la derecha para coger, del plato que presentaba un marmitón, tajadas de fiambres exquisitos. El francés se apipaba de lo lindo, y todos le imitaron, mascullando a dos carrillos, a medio vestir unos, otros en mangas de camisa y con las greñas sin peinar.
«Prisa, prisita, amigos míos, que a las nueve hemos de ir todos a la misa. Ya oísteis anoche. Vestida toda la servidumbre».
El portero se había enfundado ya en su librea, que hasta los pies le cubría, y se refregaba las manos pidiendo café bien caliente. El ayuda de cámara recomendaba que no se dejase para lo último el chocolate del señor marqués.
«Al tío Tor -dijo una voz bronca, que debía de ser de alguno de la cuadra-, no le gusta más que el de a tres reales, hecho con polvo de ladrillo y bellotas...».
-¡Silencio!
-Es hombre, como quien dice, de principios bastos, y por él, comería como un pobre. Come a lo rico porque no digan.
-¡A callar! ¿Quién quiere café?
-Yo y nosotros... Oye tú, Bizconde, saca la botella de aguardiente.
-La señora ha dicho que no haiga mañanas.
-Sácala te digo.
Un marmitón de blanco gorrete, bizco por más señas, repartió copitas de aguardiente, dándose prisa en el escanciar, como los otros en el beber, para que no los sorprendiera el jefe, que a tal hora solía presentarse en la cocina, y era hombre de mal genio, enemigo declarado, como la señora, de las mañanas. El francés recomendaba la sobriedad, «para no echar vaho»; pero él se empinó hasta tres copas, diciendo al concluir: «Yo no doy olor: me lo quito con una pastilla de menta».
En esto, el estridor repentino y vibrante de un timbre, les hizo saltar a todos como poseídos de pánico.
«¡La señora!... ¡la señora!».
Corrieron, unos a concluir de vestirse, otros a proseguir en los menesteres que entre manos traían. Una que debía de ser doncella principal, se puso de un brinco en la puerta que al interior del palacio conducía, y desde allí gritó con voz de alarma: «¡Despachaos, gandules, y a vestirse pronto!... El que falte ya se las verá con la señora».
Un segundo repiqueteo del sonoro timbre la llevó como el viento por galerías, salas y corredores sin fin.