«Si le lecteur ne tire pas d'un livre la moralité qui doit s'y trouver, c'est que le lecteur est un imbécile ou que le livre est faux au point de vue de l'exactitude...»
(GUSTAVE FLAUBERT.-Correspondance. Quatrièrne série. Pág. 230.-Paris, 1893).
Llovía, como llueve en los trópicos: torrencial y frenéticamente, con mucho trueno y mucho rayo. La atmósfera, sofocante, gelatinosa, podía mascarse. El agua barría las calles que eran de arena. Para pasar de una acera a otra se tendían tablones, a guisa de puentes, o se tiraban piedras de trecho en trecho, por donde saltaban los transeúntes, no sin empaparse hasta las rodillas, riendo los unos, malhumorados los otros. Los paraguas para maldito lo que servían, como no fuera de estorbo.
A pesar del aguacero, el cielo seguía inmóvil, gacho, uniforme y plomizo. La gente sudaba a mares, como si tuviera dentro una gran esponja que, oprimida a cada movimiento peristáltico, chorrease al través de los poros. Hasta los negros, de suyo resistentes a los grandes calores, se abanicaban con la mano, quitándose a menudo el sudor de la frente con el índice que sacudían luego en el aire a modo de látigo.
En las aceras se veían grupos abigarrados y rotos que buscaban ávidamente donde poner el pie para atravesar la calle. El río, color de pus, rodaba impetuoso hacia el mar, con una capa flotante de hojas y ramas secas. Tres gallinazos, con las alas abiertas, picoteaban el cadáver hinchado de un burro que tan pronto daba vueltas, cuando se metía en un remolino, como se deslizaba sobre la superficie fugitiva del río.
Ganga era un villorrio compuesto, en parte, de chozas y, en parte, de casas de mampostería, por más que sus habitantes -que pasaban de treinta mil-, negros, indios y mulatos en su mayoría, se empeñasen en elevarle a la categoría de ciudad. Lo cual acaso respondiese a que en ciertos barrios ya empezaban a construirse casas de dos pisos, al estilo tropical, muy grandes, con amplias habitaciones, patio y traspatio, y a que en las afueras de la ciudad no faltaban algunas quintas con jardines, de palacetes de madera que iban, ya hechos, de Nueva York y en las cuales quintas vivían los comerciantes ricos.
Ganga no era una ciudad, mal que pesara a los gangueños, que se jactaban de haber nacido en ella como puede jactarse un inglés de haber nacido en Londres.
-«Yo soy gangueño y a mucha honra» -decían con énfasis, y cuidado quién se atrevía a hablar mal de Ganga.
Tenían un teatro. ¿Y qué? ¡Para lo que servía! De higos a brevas aparecían unos cuantos acróbatas muertos de hambre, que daban dos o tres funciones a las cuales no asistían sino contadas familias con sus chicos. Se cuenta de una compañía de cómicos de la legua, que acabó por robar las legumbres en el mercado. Tan famélicos estaban. Al gangueño no le divertía el teatro. Lo que, en rigor, le gustaba, amén de las riñas de gallos, era empinar el codo. No se dio el caso de que ninguna taberna quebrase. ¡Cuidado si bebían aguardiente! Ajumarse, entre ellos, era una gracia, una prueba de virilidad. -«Hoy me la he amarrado» -decían dando tumbos.