-El 17 de Marzo de 1813 salieron de palacio algunos coches, seguidos de numerosa escolta, y bajando por Caballerizas a la puerta de San Vicente, tomaron el camino de la puerta de Hierro. -Su Majestad intrusa va al Pardo -dijo don Lino Paniagua en uno de los corrillos que se formaron al pasar los carruajes y la tropa.
-Todavía no es el tiempo de la bellota, señores -repuso otro, que se preciaba de no abrir la boca sin regalar al mundo alguna frutecilla picante y sabrosa del árbol de su ingenio.
-Su Majestad se ha convencido de que no engordará en España, y por ese camino adelante no parará hasta Francia -indicó un tercero, hombre forzudo y ordinario que respondía al nombre de Mauro Requejo.
-¡A Francia! Todas las mañanas nos saluda la gente con el estribillo de que se marchan los franceses aburridos y cansados, y por las noches nos acostamos con la certidumbre de que los franceses no se aburren, ni se cansan, ni tampoco se van.
-¡Tiene razón el Sr. D. Lino Paniagua! -exclamó otro personaje que se distinguía de los demás individuos del grupo por el deslumbrante verdor de sus anteojos y un extraño modo de reír, más propiamente comparable a visajes de cuadrumano que a muecas de racional-. ¡Tiene razón! Hace cinco años no se oye más que esto: «Se van sin remedio: ya no pueden sostenerse un día más: el lord dará buena cuenta de todos ellos dentro del mes que viene...». Y así corren los meses y los años: la gente muere, el pan sube, los pleitos merman, el dinero se acaba y los franceses no se van sino para volver. Cuatro veces hemos visto salir al Sr. Pepe y cuatro veces le hemos visto entrar con más bríos.
¿Se acuerdan Vds. de la batalla de Bailén? Pues todos decían: «Gracias a Dios que se acabó esto. No ha quedado un francés para simiente de rábanos». ¡Ay! no pasaron muchos meses, sin que les viéramos otra vez mandados por el Emperador en persona. Al cabo de cinco años se ha repetido la fiesta. Diose una batalla en Salamanca y aquí de mis bocas de oro: «¡Ya se acabó todo!... ¡Gracias a Dios!... Viva el lord...». Los franceses salen por un lado y los ingleses entran por otro. Pero esto parece escenario de un teatro: el lord se va por la derecha y José se nos cuela por la izquierda...
Señores, no puedo olvidar las acotaciones de las comedias, que dicen hace que se va y se queda... A mí que soy perro viejo y tengo sobre mi alma cristiana cuatro dedos de enjundia de marrullería, no se me emboba con estas entradas y salidas.
-El Sr. licenciado Lobo -dijo D. Narciso Pluma que a la sazón se encontraba también allí-, se halla tan bien en su escribanía de cámara, que no quisiera le molestase el ruido de las tropas, ni el estrépito de la guerra. Al fin y al cabo, los destinos dados por Murat no han de ser eternos.
-Ya os veo venir, embrollones; os entiendo farsantes; os conozco, trapisondistas -repuso Lobo disimulando su enojo-. ¿Quieren hacerme pasar por afrancesado?... Parece que corren vientos anglicanos y wellingtonianos...
-Puede ser. -Señores, demos una vuelta por los Pozos de Nieve a ver si clarean las casacas rojas del lado de Fuencarral y Alcobendas.
-¿Por qué no? El ejército aliado parece que viene hacia acá. Pero en suma, señores ¿a dónde va esta gente? ¿Qué tinajas atraen con su olorcillo a nuestro intruso mosquito?
-Yo digo que no pasa del Pardo.
-Y yo que antes dejará de catarlo que quitarse el polvo de los zapatos mientras no llegue a la raya de Francia.
-Por allí viene el reverendo Salmón que nos dirá la verdad, pues este fraile de la Merced gusta de cucharetear con todo el mundo, y aquí cojo un vocablo, allá pesco una sílaba, ello es que todo lo sabe.